Francisco Pérez Perdomo: Los venenos fieles
Francisco Pérez Perdomo nos visita hoy en la sala de lectura de Clubhouse, el hilo equívoco de los vocablos
Este viaje nos lleva a Sabana de la Tierra, a Boconó, al techo mas alto del mundo. A un autor que convive con fantasmas, con la noche, en perenne relación con la muerte. Todos actuantes en el periplo de una obra que dura una vida humana en producirse para hacerse sempiterna en nosotros, sus lectores.
Poeta y crítico literario nacido en el año 1930. Formó parte de los grupos Sardio y El techo de la ballena. Recibió, en 1980, el Premio Nacional de Literatura.
1
Del libro Fantasmas y Enfermedades (1961)
c
Confesión
Habito la zona donde carne y espíritu disputan como los dos viejos rivales Sobrevivo a los desastres Arrullado por bellos espectros
¡Ídolo mío! Yo confío el desorden de mi lengua a la fuerza absurda de tus máximas
Hablo de las enfermedades que me conciernen Soy mi único juez
Soy el único auditorio que celebra mis obras El ave que se lamenta en el árbol del paraíso me transmite su enigma
sólo mi oído languidece oyendo su mensaje
2
Del libro Y también sin espacios (1996)
Yo tenía siete años
Yo tenía siete años
y jugaba papagayos en las colinas
cercanas de mi casa.
Al atardecer, mi madre
me sentaba sobre sus piernas
y en voz alta y lastimada
me leía un poeta romántico.
El poeta sollozaba a la luz de la luna
y hablaba de las regiones
oscuras de la muerte.
Yo casi no entendía
pero sin embargo se me iba haciendo
un nudo* en la garganta.
La voz de mi madre, trémula,
a ratos se quebraba.
Nos afligíamos en aquel largo corredor
hasta bien entrada la hora del crepúsculo,
cuando alguien
silenciosamente en los rincones
comenzaba por encender las lámparas.
Mi padre, campesino, sólo parecido
a sí mismo, vigoroso,
se paseaba por el corredor con pasos sosegados
y miraba a lo lejos, en pantalla la mano
sobre los ojos,
como si a lo lejos el destino atisbara.
Mi madre perseveraba en su nostalgia.
Y soñaba.
-No, no Juan, el mundo es otra cosa.
Y mi padre seguía mirando fijamente
un punto remoto en lontananza.
El destino para él no podía estar
en otra parte.
Y por la línea del horizonte
caminaba al revés
y muy adentro entonces a sí mismo se miraba.
3
p
Para escapar
Para escapar al pánico de las noches y la incriminación de los vocablos me acuesto
me levanto
mis pasos resuenan como una fiebre
minuciosamente ordenada en el laberinto de las calles me extravío en los barrios apartados
Pero el acoso de los voces me sigue como una balada fatal
De nada han servido mis arrodillamientos mis silbidos y mis brazos en jarras
y estos ojos tan tristes y escamados
deslizándose bajo la luna y las bombillas eléctricas hasta una hora tan impropiamente avanzada Sobresale en particular una voz enconada voz anonadante
una voz muy estridente que repta como un cáncer por las capas cerebrales
En las aceras
y sobre las basuras que levanta el viento me rindo a mis fantasmas
4
s
Salvados
Salvados
pero todavía como vestidos de ese limo negro que dejan las catástrofes
y ese polvo y esa marca
de haber vivido tanto tiempo en sitio tan extraño en ese cuarto tan cerrado
y por muchas razones tan parecido a ese lugar con manos acostumbradas a las tinieblas y ese cerco de ojos sin brillo vigilándonos y esas máscaras como retorcidas
por los estigmas de las más diversas circunstancias y de regreso ahora y reiterados como un hábito a las enfermedades cotidianas
dulce cómplice
5
Del libro La casa de la noche (2001)
Vuelve a pasar la realidad
Nada perdura.
Todo cambia, eso es todo.
En este cuarto oscuro,
en la soledad
y entre las sombras,
irremisiblemente sufrimos
por los años que pasan.
El presente es sólo un celaje,
nada más.
En el vacío de esta tierra,
hoy somos apenas los antiguos
y desaparecidos visitantes.
Recorrer uno a uno los lugares
que en épocas tan lejanas
nos fueron entrañables y aquí
de nuevo volvemos a encontrar,
es mirarnos a nosotros mismos
y añorar con nostalgia nuestro
propio pasado. Todo pierde
su sentido si no resuena adentro
de nosotros. Somos recurrentes.
Revocamos el tiempo
y regresamos. Con pasos callados
vuelve el otro
que éramos entonces,
un extraño de sí mismo
y se pone a repetir
las viejas calles. En una
de ellas, la radiante mujer
rodeada por los sueños,
se despereza lentamente
por escasos momentos
bajo el dintel
de la puerta de su casa.
Detenernos y mirarla sin fin,
permanecer allí absortos
y a la vez alelados
hasta más allá de la muerte,
eso hubiéramos querido ahora,
aquí y para siempre.
Pero ya no somos los mismos.
Somos ese espectro lacerado
que camina de un extremo
al otro y cuyos pasos
arrastran las corrientes
del polvo y de la sangre.
Grave y ciega, de espaldas
a nosotros y sin detenerse,
vuelve a pasar la realidad.
6
Del libro Círculo de sombras (1980)
Una soledad
No, no era un ser humano,
era algo incorpóreo, un espectro
sostenido por su congoja,
un grito más allá del dolor, unos
ojos huecos detenidos
en la absorta reflexión de la muerte,
una forma olvidada
de otra forma, sin peso y sin edad
y a horcajadas sobre una tierra
seca y neutra, sobre una calle
como bestia leprosa que olfateara
eso, tal vez una soledad inmune
a los límites del tiempo
y sonando en una extraña dimensión.
7
Era una vieja costumbre
Era una vieja costumbre.
Casi todas las noches
me ponía a oír mis propios pensamientos.
Me iba ausentando de mí mismo
hacia otros lugares.
Veía entre las aguas del río
aquel cuerpo de ondina
que con sus movimientos mi vida atormentaba.
Oculto entre los matorrales
mis ojos se agigantaban
y un temblor descalabraba mis piernas.
Exhalaba palabras apagadas
tendido en el follaje.
Un escalofrío bajaba por mi columna vertebral.
Cerraba los ojos.
Los abría de nuevo y veía aquel cuerpo
alejándose cada vez más de mí
y perdiéndose en lo lejos
en las curvas de mundo.
Allí sólo lloraba.
Pero hoy la hora del destino
sin remisión ha llegado.
El azar acerca hasta mis manos
aquel cuerpo improbable
y deslumbrante de entonces,
dolorosamente me arranca del pasado
y me sobresalta ahora y en otras circunstancias
con su más temible realidad.
8
Del libro Los ritos (1981)
En aquella región sin tiempo
En aquella región sin tiempo
el muchacho atravesaba los largos corredores
del viejo caserón.
Alzaba entre sus manos temblorosas
enormes garrafones
y copiosamente bebía a sorbos largos.
Se balanceaba a uno y otro lado
como buscando algunas imágenes perdidas
y caía al fin sobre su cama.
Las abejas de la fiebre y el delirio
zumbaban en sus sienes
y con sus aguijones invisibles lo azuzaban.
Los duendes le sacaban la lengua,
se secreteaban y se escondían
detrás de los armarios.
Los tinajeros de tres patas de madera
abandonaban los rincones
del destartalado comedor,
transponían los umbrales y en los patios
se entregaban a una danza cenital.
Entonces el muchacho cerraba los ojos,
se cubría el rostro con las manos
y se perdía en sus hemisferios cerebrales.
9
Del libro La casa de la noche (2001)
Ceremonia de Virilidad
Bajaba del caballo
y en la esquina de la plaza,
hierático, el abuelo
firme se plantaba.
Parecía un árbol gigante.
Sonaban sus polainas.
Para la prueba convenida
de antemano,
en la casa de enfrente
la encantadora Circe me esperaba.
Era una muchacha adorable.
Las candelas negras y voraces
que ardían en sus ojos
me devoraban con sus llamas.
El abuelo miraba al infinito,
inmutable y lejano.
Adentro, en un rincón del cuarto,
yo me iba encogiendo
a la manera de un Gregorio Samsa.
Viraban mis nervios.
Mis sienes martilleaban
sin cesar con sus enormes clavos.
La voluptuosa criatura,
en un rito lascivo
se iba despojando
una a una de sus prendas.
Comenzaba así a insinuarse.
Yo temblaba hasta el fondo.
De trecho en trecho,
ráfagas glaciales
horadaban mis huesos.
Caía en un profundo vértigo.
A raudales sudaba.
Como por encanto, las caricias
mágicas salidas
de aquellas blancas manos
poco a poco me iban despertando.
Abría los ojos con asombro.
La miraba.
De este modo empezaba a recobrarme.
La ceremonia de mi virilidad
se oficiaba en silencio
y en el resplandor penumbroso
de una habitación sucia y desolada.
El miedo ya comenzaba a disiparse.
Con sus garras de hierro,
frías, no obstante todavía,
aferraba mis extremidades
y no quería soltarlas.
Pero la bella hechicera,
por el poder de sus conjuros
se encargaban al punto de librarme.
Luego abría la puerta,
se asomaba al mundo de afuera
y con la cabeza hacía una señal.
Por el colmillo izquierdo
el abuelo escupía. Me agarraba
duro por el brazo
y bajo sus paso fuertes y sonoros
sus espuelas sacaban chispas
de las piedras de la calle.
Perdida la mirada
más allá de la tierra
como en sueños regresaba,
muy triste, a mi cuerpo de antes.
10
d
Danzaban las sombras de la Muerte
Danzaban las sombras de la Muerte
atardecer inmóvil y en tropel, como una tromba, entraban las legiones de la noche. Por un conjuro, el cielo se suspendía y sólo a lo lejos gravitaba el vacío
de los astros. Desde lo profundo, el hombre miraba el firmamento y anegaba sus ojos
en el sortilegio de aquellas aguas eternas. El tiempo lo atormentaba. Sonaba como un grito
entre sus sueños. Nada más escuchaba. Estaba solo. El espacio en torno de su cuerpo daba vueltas y más vueltas y lo aprisionaba entre sus barrotes negros.
Inexorable se le iba la vida. De pie se derrumbaba sobre sí mismo. Alguien le secreteaba palabras al oído. Caía en un hondo letargo. De pronto una puerta
indescifrable con un golpe brusco ante él se cerraba. Atrapado, quedaba al otro lado. El alma como un soplo ya aleteaba en la punta de sus dedos. Afuera, al son de una música espectral danzaban las sombras de la muerte.
11
Me perseguían en las sombras.
Con sus caras de perro
y sus brazos de serpientes
me perseguían en las sombras.
Allí ululaban como un viento maligno.
Un ruido aciago
con furor penetraba en mis oídos
y atrozmente me torturaba.
Se enardecían mis terrores atávicos.
La cabeza me empezaba a dar vueltas
perdida en el espacio,
giraba sin control
aturdida por aquellas bestias de tinieblas.
Dentro de mí
me confinaban en una tierra desolada.
12
Como velos negros
Como velos negros flotaban las nubes.
Abajo el hombre
encorvado torpemente caminaba.
Pesaba un gran silencio sobre su cabeza.
Abría y cerraba los ojos hundidos
y miraba por momentos hacia arriba.
Relámpagos lejanos parecían encandilarlo.
El infinito le hablaba en voz muy baja.
Abandonaba el mundo de afuera.
Huraño, agobiado por las confidencias,
regresaba a su cuarto
iluminado apenas por una luz rojiza.
Su cerebro ardía entre fuegos virtuales.
13
Del libro el límite infinito 1997
Un desasosiego
Un desasosiego, una vertiginosa
inquietud allí comenzó
a tomarlo por asalto.
En varias direcciones,
febriles iban y venían sus miradas.
Subía y bajaba a la cabeza, expectante.
Era como si esperara alguna cosa
que iba a aparecer entre los aires.
No se sabe.
Un algo fatal e inevitable.
Una cosa obstinada y obsesiva.
Allí esperaba. Fuera de sí esperaba.
La atmósfera se hacía sofocante.
Desvariaba.
Delante de sus ojos
desfilaban rostros sin nombre,
figuradas torturadas.
Se estrechaban las paredes de su cuarto.
Se cerraban contra él.
Los reducían hasta casi desaparecerlo.
Los techos también comenzaban a bajar.
Amenazantes.
Bajaban hasta el centro del suelo.
Lo aplanaban.
Ya nada quedaba de su vida.
Era su propia nada.
En su grieta irrisoria,
ovillado dormía su cadáver invisible.
14
Del libro La Casa de la Noche (2001)
Siempre es así
A solas, dialoga el hombre
con su sombra. En silencio,
se entregan a conversar
de sus cosas secretas. En
el Libro Indescifrable
han leído las señales
del tiempo. Por muy larga
que sea la vida, saben
de antemano que ella sólo
es un retraso de la muerte.
Y de fijo lo saben.
Pasa y pasa la vertiginosa
fugacidad de los días
y por más que nos ocultemos
en las pétreas tinieblas
ella nos delata. Polvo
que se cierne
sobre los misteriosos oquedales,
nos juzgaba un poeta.
Somos eso. Nuestras cenizas
vuelan en el viento. Nunca
nos podemos bañar dos veces
en las aguas de ese mismo río.
Su corriente es temeraria.
Somos y no somos los mismos.
Se muere porque se vive. No
se sabe de ser alguno
que pasara por la vida
sin llegar a morirse,
como tampoco de seres muertos
que no hubiesen existido.
No hay sobrevivientes.
Están contados nuestros pasos
y se arrastran como reptiles
por el suelo. Las trompetas
del juicio jamás dejan de sonar
en nuestros sueños. Nadie
ha podido morirse antes
ni después de su hora. Se agita
en la clepsidra la tormenta.
Siempre es así.
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