Aquiles Nazoa

 


A modo de semblanza, una autobiografía:

Nací en la barriada El Guarataro, de Caracas, el 17 de mayo de 1920.

He estudiado muchas cosas, entre ellas un atropellado bachillerato, sin llegar a graduarme en ninguna.

He ejercido diversos oficios, algunos muy desagradables, otros muy pintorescos y curiosos, pero ninguno muy productivo, para ganarme la vida. A los doce años fui aprendiz en una carpintería; a los trece, telefonista y botones del Hotel Majestic; y luego domiciliero en una bo- dega de la esquina de San Juan, cuando esta esquina, que ya no existe, era el foco de la prostitución más importante de la ciudad.

Más tarde fui mandadero y barrendero del diario El Universal, cicerone de turistas, profesor de inglés, oficial en una pequeña repostería y director de El Verbo Democrático, diario de Puerto Cabello. Durante los últimos diez años me he compartido entre las redacciones de Últimas Noticias, El Morrocoy Azul, El Nacional, Élite y Fantoches, del que fui director.

Alguna vez fui encarcelado por escribir cosas inconve- nientes, pero esto no tiene ninguna importancia. A cambio de ese pequeño disgusto, el oficio me ha deparado grandes satisfacciones materiales y espirituales.

Mi mujer y yo somos los dueños del único tándem o bicicleta de dos pasajeros que existe en Caracas. Muchos de los comentarios que este extraño vehículo suscita al pasar junto a los grupos de echadores, me sirven a las mil mara- villas para sazonar lo que escribo




BUENOS DÍAS AL ÁVILA


Buen día, señor Ávila.

¿Leyó la prensa ya?

¡Oh, no...! No se moleste

siga usted viendo el mar,

es decir, continúe

leyendo usted en paz

en vez de los periódicos

el libro de Simbad.

¿Se extraña de la imagen?

Es muy profesional.

¿O es que es obligatorio

llamarlo a usted Sultán

y siempre de Odalisca

tratar a la ciudad?

¡Por Dios, señor, ya Persia

no lee a Omar Khayyám,

y en vez de Syro es Marden

quien manda en el Irán!

Cambiemos, pues, el tropo

por algo más actual:

digamos, por ejemplo,

que usted, pese a su edad

y pese a que en un ojo

tiene una nube (o más),

es un lector celeste

y espléndido, ante el cual

como un gran diario abierto

se tiende la ciudad.


¿Se fija usted? La imagen

no está del todo mal...

¿Que le ha gustado? ¡Gracias!

Volvamos a empezar.


Buen día, señor Ávila.

¿Leyó la prensa ya?

¿Se enteró de que pronto

con un tren de jugar

su solapa de flores

le condecorarán?

¡Oh, no! ¡No, no! No llore,

¿por qué tomarlo a mal?

Será, se lo aseguro,

un tren de Navidad

con el que usted, si quiere,

podrá también jugar.

Serán, sencillamente,

seis cuentas de collar

trepándose en su barba

de viejo capitán.

Tendrá el domingo entonces

un aire de bazar

con sus colgantes cajas

de música que van

de la ciudad al cielo,

del cielo a la ciudad.

¡Adiós, adiós! Los niños


le dirán al pasar

y el niño sube-y-baja

tal vez le cantará:

usted dormido abajo

refunfuñando: ¡Bah...!

y arriba los viajeros

cantando el pío-pá.


Pero ¿por qué solloza

si nada ocurrirá?

¿Le asusta que las kódaks

aprendan a volar?

¿O dígame, es que teme,

¡mi pobre capitán!,

que novios y turistas

se puedan propasar

y como a un conde ruso

lo tomen de barmán?

¿Es eso lo que teme? 

¡Pues no faltaba más...!

¡Usted de cantinero...!

¡Qué cómico será!

¡Usted, que más que conde

fue en tiempos un Sultán

con una nube al brazo

diciendo: —Oui, madame,

en tanto que la triste

luna de Galipán

le sirve de bandeja

para ofrecer champán…!


Buen día, señor Ávila,

me voy a retirar.

Saludos a san Pedro

y a los hermanos Wright.

(El Ávila lloraba,

llovía en la ciudad).





BUEN DÍA, TORTUGUITA


Buen día, tortuguita,

periquito del agua

que al balcón diminuto de tu concha

estás siempre asomada

con la triste expresión de una viejita

que está mascando el agua

y que tomando el sol se queda medio

dormida en la ventana.


Buen día, tortuguita,

abuelita del agua

que para ver el día

el pescuecito alargas

mostrando unas arrugas

con que das la impresión de que llevaras

enrollada una toalla en el pescuezo

o una vieja andaluza muy gastada.


Buen día, tortuguita,

payasito del agua

que te ves más ridícula y más torpe

con tus medias rodadas

y el enorme paltó de hombros caídos

que llevas sobre ti como una carga

y que con él caminas dando tumbos,

moviendo ahora un pie y otro mañana

como una borrachita,

como una derrotada,

como un payaso viejo

que mira con fastidio hacia las gradas.


Buen día, tortuguita,

borrachito del agua...

¿De dónde vienes, di, con esos ojos 

que se te cierran solos, y esa cara

de que en toda la noche no has dormido,

y esa vieja casaca

que se ve que no es tuya,

pues casi te la pisas cuando andas?


Buen día, tortuguita,

filósofo del agua

que te pasas la vida hablando sola,

porque si no hablas sola, ¿a quién le hablas?

¿Quién, a no ser un tonto, atendería

a tus tontas palabras?

¿Ni quién te toma en serio a ti con esa

carita de persona acatarrada

y esa expresión de viejecita chocha

que a tomar sale el sol cada mañana

y que se queda horas y horas medio

dormida en la ventana?


Buen día, tortuguita,

periquito del agua,

abuelita del agua,

payasito del agua,

borrachito del agua,

filósofo del agua...


HIGH LIFE DE PRIMAVERA

A Enrique Bernardo Núñez

en su cumpleaños, 1943.



Enrique, natural de la mañana,

vecino de la brisa y su sombrero,

ofrecerá un cocktail de mejorana

y esencia musical de tinajero.


De crinolina irá la damajuana

y en su carro de viento el limonero;

la pomarrosa —aroma en porcelana—

llevará entre los dedos un lucero.


Abejas llegarán en aeroplano,

con su flor eucarística en la mano

dirá el discurso de orden el cardón.


Y Enrique, cabalgando en su corbata,

viajará hacia la luna de hojalata

de un cielo de merengue y algodón.



EDGARDO DEGAS

En el verdirrojo de la gelatina 

hay dos niñas:

la del verde ensaya ser un sueño,

la del rojo quiere ser bailarina.







LETRA PARA LA PRIMERA LECCIÓN DE PIANO


Lamparitas de azúcar,

chinelitas de arroz.


Delpino




A la una la luna,

a las dos el reloj,

que se casan la aguja

y el granito de arroz.


A la una mi niña

se me puso a llorar

porque el pobre meñique

se cayó en el dedal.


A la una la novia

con el novio, a las tres,

en la cola, la cola

del pianito marqués.


Y se van, a la una

en su coche, a las tres

—caballitos de lluvia,

cochecito de nuez—.


DEDICATORIA


Cuando yo digo el nombre de María,

que para mí es la voz del agua clara,

es como si a los campos me asomara

con la mano de un niño entre la mía.


Porque su nombre es campo en lejanía

con mastranteros de fragante vara

y ella en las manos lleva y en la cara

los olores suavísimos del día.


Así pues fue el amor, sencillamente,

quien su nombre inscribió sobre mi frente

con cinco letras de melancolía.


Y no es mi voz sino el amor quien canta

como espiga sonora en mi garganta

cuando yo digo el nombre de María.


SERENATA A ROSALÍA


Levántate, Rosalía,

a ver la luna de plata

que el arroyuelo retrata

y el lago fotografía…


Levántate, vida mía;

¡anda, pues, no seas ingrata!

Levántate con la bata,

o sin ella, Rosalía.


Ay, levántate mi nena:

¡sé complaciente, sé buena

y levántate por Dios!


Levántate, pues, trigueña,

¡que esta cama es muy pequeña

y no cabemos los dos!



ODA A LA CUCARACHA


Ya que no hay en el mundo quien te quiera,

yo te canto, animal de chocolate,

que emigraste del viejo escaparate

porque ya no los hacen de madera.


Las damas otoñales de hoy en día,

tan otoñales como vivarachas,

son tus hermanas en coquetería,

pues en su afán de parecer muchachas

tapizadas de polvo y crema fría

se ponen como ciertas cucarachas:

las cucarachas de panadería.


Como hay contigo cosas muy afines

y eres pequeña, oscura y tan versátil,

yo he visto, cucaracha, botiquines

donde te han confundido con un dátil.


Eres un animal interesante

pues con solo mover tus dos alitas

acabas, entre gritos y al instante,

con una agrupación de señoritas.

Y tienes vocación de congresante

porque te gustan mucho las levitas.


A cosas dulces, de muy buena gana,

la gracia de tu nombre les concedes

(me refiero a la rumba mexicana

según la cual ni caminar tú puedes).


Dondequiera que estás juegas la vida:

te asfixias en hedionda naftalina,

y si corres buscando una salida

el hombre a chancletazos te asesina.

Luego al corral escapas perseguida

y allí te espera el otro insecticida,

el más feroz de todos: la gallina.


Y aunque te busquen con aviesos fines,

ni procuras vengarte ni te ofendes,

pues tú, Cucarachita, tan Martínez,

no eres parienta de Martínez Méndez.


ELEGÍA A UN ELEFANTE


Arco de Triunfo amable, fallecido

como un anciano tren ya derrumbado;

un juguete de pobre ha sollozado

y una estrella de azúcar ha caído.


Ha muerto el elefante: detenido

el cielo entre sus ojos ha quedado;

Pinocho y Gulliver han regresado

para llorar por él que está dormido.


San Pedrito de plata, dulce abuelo,

abre con tu llavín de caramelo

el huerto de inocentes pomarrosas.


Que el niño grande se ha dormido y sube:

el cuerpo: gavia gris, henchida nube;

la trompa, respirando mariposas.






LA LLUVIA


Ayer

volvió a llover…


Vino la lluvia a refrescar jardines

y a impedir la salida de los cines.


Ayer

volvió a llover…


La lluvia es una niña que no tiene

—porque vive desnuda— camisón;

sueltas las trenzas por el aire viene

repartiendo pestón.


Ayer

volvió a llover…


Los poetas, que son sentimentales,

la ponen a bailar tras los cristales.


Ayer

volvió a llover…


¡Oh, bardos! Cómo estáis de equivocados

al no cantar la lluvia en los tejados.


Ayer

volvió a llover…


Colándose por grietas y rincones

y mojando las camas y las sillas;

metiéndose indiscreta en las hornillas

y apagando carbones.


Ayer

volvió a llover…


Porque la lluvia es bella en los cristales,

pero forma terribles barrizales…


Ayer

volvió a llover…


En la calle, en la plaza, en el camino,

a tal punto que sales

de puntillas, salvando manantiales,

hasta que llega algún chofer cretino

y te pone lo mismo que un cochino.


Ayer

volvió a llover…


Mi corazón

es un niño arrullado por el son

de la lluvia de plata,

que cae desde el cielo en una lata

—tin, tan, ton—

bajo el alero roto del balcón.


Ayer

volvió a llover…


Y en medio de esta lírica cantata

a dúo de la lluvia en el balcón,

un muchacho infeliz se medio mata

porque se le desliza una alpargata

y se da un resbalón.


Ayer

volvió a llover…


PASA MI PADRE


Ahí va mi padre pedaleando su bicicleta de jardinero.

El lleva sin saberlo la poesía como una violeta en el sombrero.

Y a mi niñez le gustan entusiastamente sus zapatos,

que son como unos caballos viejos y cariñosos.

En aquellos tiempos estaban muy baratas las cosas.

Teníamos una casa de flores que solo nos había costado a razón de

un sufrimiento insignificante el metro cuadrado.

Figúrense cómo estarían las cosas de tan baratísimas entonces,

que yo tenía una hermana llamada Lilia,

a la que no llegué a conocer porque se murió aprovechando lo

barata que se había puesto la muerte por aquellos días.

Mi padre pagó en cómodas cuotas la muerte de aquella niña:

Todos los días al llegar del trabajo, lloraba un poquito sobre

el hombro de mi madre.

Y en cosa de cinco meses estuvo saldada la deuda con la muerte,

cosa que no se puede hacer hoy día. ¡Todo está ahora tan caro!

¡Con decir que las lágrimas están reguladas por el departamento

de control de precios!

Teniendo yo nueve años y él me imagino treinta,

me pidió delicadamente esa mañana que me volviera de espaldas,

mientras él se bañaba con sus inocentes calzoncillos, porque

el mar le gustaba mucho y estaba amaneciendo.

No sé cómo aquel hombre se las arreglaba para que yo y

mi hermana Elba recorriéramos el mundo,

pasajeros los tres en su bicicleta de flores;

lo cierto es que el buen hombre tenía un exquisito olfato comercial,

y los domingos nos llevaba (él puesto su bellísimo sombrero de

violetas y sus conmovedores zapatos, y nosotros sus hijos la niñez

como un vestido de estreno) a mágicos mercados donde los campos

con sus correspondientes ríos y colinas se vendían a dos paisajes

por centavo.

Y en aquellos lugares mi padre cumplía plenamente su vocación

de ladrón irredento,

pues regresábamos los tres a casa con un insólito botín de aromas.


Y todos nos queríamos mucho por eso.

Una vez nos sorprendió un inmenso aguacero durante uno de

aquellos paseos.

Como teníamos miedo Elba y yo, pues había muchos relámpagos y

el río iba creciendo bastante,

mi dulce padre nos acogió a su pecho, un hijo a cada lado, y

estábamos como debajo de un pan, bien que me acuerdo.

Nos besaba con las violetas de su sombrero para consolarnos de

nuestro miedo, y parece que lloraba también, no estoy seguro.

Y desde luego porque en esa ocasión y lugar oímos mi hermana y

yo latir el corazón de nuestro padre Rafael Nazoa bajo la tempestad,

es por lo que desde entonces nos sentimos a ratos tan desdichados

en esta vida.

Y sin embargo, si ahora mismo nos fuera dado elegir:

entre aquella hora y el destino a que fuimos implacablemente

condenados,

yo y Elba elegiríamos el que nos señaló nuestro indefenso padre

aquella tarde que no olvidaremos, pasajeros los tres en su poética

bicicleta de jardinero.







LA ABUELA


La dulce abuela, corazón de alubia,

es menuda y es clara como la lluvia.


Arañita de plata, teje violetas

en el pañuelo pañolín de la nieta.


Cuando llora la abuela,

sus lágrimas antiguas mojan la tela

de un aroma sencillo de yerbabuena.


Y sus ojos reflejan

la ventana, el molino, el campanario

y unas niñas jugando a la rueda.


ALEGRÍAS PASADAS


Cuán presto se va el placer,

cómo después de acabado

da dolor.


Manrique.



¡Qué ligero se van las alegrías!

Lo que hasta ayer nomás fuera ilusión

es ahora, pasados los dos días,

un enorme ratón.


La Navidad fue apenas un engaño

vestido —mal vestido— de festejos;

la celebramos porque a fin de año

nos sentimos más viejos,


y en fin de fines es en Pascua cuando

podemos contentarnos con la vida,

pues como un año más se está acabando,

más pronto nos estamos acercando

al portón de salida.


¿Cuál es la utilidad de la alegría,

si pasada su efímera dulzura

viene un día y un día y otro día

de luchas y amargura?


La Pascua se acabó y sus alegrías

se marchitaron como viejas flores

y se quedaron muchos mostradores

llenos de hallacas frías.


ELOGIO INFORMAL DE LA HALLACA

Pasadme el tenedor, dadme el cuchillo,

 arrimadme aquel vaso de casquillo

y echadme un trago en él de vino claro,

 que como un Pantagruel del Guarataro

 voy a comerme el alma de Caracas, 

encarnada esta vez en dos hallacas.

¡Ah, de solo mirarlas por encima

hasta un muerto se anima!

 Regordetas, hinchonas, rozagantes,

 dijérase al mirarlas tan brillantes 

Que para realzarles la vitola

las hubieran limpiado con Shinola;

a lo que agregaremos el hechizo

de un olor más sabroso que el carrizo.

Pero desenvolvamos la primera,

 que ya mi pobre espíritu no espera.

Con destreza exquisita

corto en primer lugar la cabuyita

y con la exquisitez de quien despoja

de su manto a una virgen pliegue a pliegue,

 levantándole voy hoja tras hoja,

cuidando de que nada se le pegue.

Hasta que, al fin, desnuda y sonrosada, 

surge como una rosa deshojada,

 relleno el corazón de tocineta

y de restos avícolas repleta,

mientras por sus arterias corre un guiso

 que levanta a un difunto, vulgo occiso.

Pero ¿cómo olvidar las aceitunas

que, no obstante sus pepas importunas 

(las que algunos escupen en el piso),

le dan sazón al guiso?

¿Y la almendra, señores, y la pasa?

¿Y esa tela finísima de masa

que de envoltura sírvele al relleno

y cuando queda cruda es un veneno?

¡Oh divinas hallacas,

aunque os tenga más de uno por dañinas, 

yo os quiero porque habláis de una Caracas

 de la que ya no quedan ni las ruinas!







REZO EL CREDO O CREDO DE AQUILES NAZOA


Creo en Pablo Picasso, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra; creo

en Charlie Chaplin, hijo de las violetas y de los ratones, que fue crucificado,

muerto y sepultado por el tiempo, pero que cada día resucita en el corazón

de los hombres; creo en el amor y en el arte como vías hacia el disfrute de

la vida perdurable; creo en los grillos que pueblan la noche de mágicos

cristales; creo en el amolador que vive de fabricar estrellas de oro con su

rueda maravillosa; creo en la cualidad aérea del ser humano, configurada

en el recuerdo de Isadora Duncan abatiéndose como una purísima paloma

herida bajo el cielo del Mediterráneo; creo en las monedas de chocolate

que atesoro secretamente debajo de la almohada de mi niñez; creo en la

fábula de Orfeo, creo en el sortilegio de la música, yo que en las horas de

mi angustia vi, al conjuro de la Pavana de Fauré, salir liberada y radiante

a la dulce Eurídice del infierno de mi alma; creo en Rainer María Rilke,

héroe de la lucha del hombre por la belleza, que sacrificó su vida al acto de

cortar una rosa para una mujer; creo en las flores que brotaron del cadáver

adolescente de Ofelia; creo en el llanto silencioso de Aquiles frente al mar,

creo en un barco esbelto y distantísimo que salió hace un siglo al encuentro

de la aurora; su capitán Lord Byron, al cinto la espada de los arcángeles, y

junto a sus sienes un resplandor de estrellas; creo en el perro de Ulises, en

el gato risueño de Alicia en el País de Las Maravillas, en el loro de Robinson

Crusoe, en los ratoncitos que tiraron del coche de la Cenicienta, en Beralfiro

el caballo de Rolando, y en las abejas que labraron su colmena dentro del

corazón de Martín Tinajero; creo en la amistad como el invento más bello

del hombre; creo en los poderes creadores del pueblo, creo en la poesía y, en

fin, creo en mí mismo, puesto que sé que hay alguien que me ama.







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